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User / santiagonostalgico / Sets / Restaurant Santiago ex Gage
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N 10 B 7.4K C 5 E Dec 6, 2015 F Dec 6, 2015
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Incendios y demoliciones producen alegría, menos a las víctimas directas, se entiende. Ahora van a demoler Los Gobelinos. Se trata del edificio en Ahumada esquina surponiente de Compañía.

Un diario dice: "La ciudad perderá un sitio de recuerdos para los antiguos vecinos". (El Mercurio, 22 de marzo de 1952). ¿Antiguos, ha dicho? ¡Pero si el edificio de Los Gobelinos es de ayer! No creo que tenga más de 28 años. Se le puede llamar viejo y con recuerdos solamente aquí, donde llaman ancianos a los hombres de cincuenta.

Más abajo el mismo Mercurio, dice: "Antiguo inmueble será demolido". Insisto: el inmueble no es antiguo. Es de hierro y cemento, asísmico e higiénico. A mí el inmueble en cuestión no me trae ningún recuerdo del
pasado romántico. Lo demuelen, no por viejo ni por defectuoso, sjno por imprevisión y por costumbre.

Cuando lo hicieron se equivocaron. No hubo plan regulador congruente.
Demolemos demasiado, sin considerar el gasto ni el trastorno, sino el negocio del momento. Para levantar edificios necesarios abunda el espacio en los arrabales.

La plaza Yungay sería el sitio ideal para un nuevo correo de estilo colonial, con amplio espacio para la repartición, en línea directa al ferrocarril, cuya estación debiera estar precisamente en la que ahora es Yungay. La actual estación Mapocho es un adefesio.

En vez de demolerla, como pedí desde este Cuarto Poder, le han agregado otro edificio, condenado a morir como todo el conjunto, cuando aparezca un Haussmann chileno.

El edificio que van a demoler en la Plaza de Armas, no es romántico ni antiguo. La casa que hubo antes en el mismo sitio con la pastelería Camino, ésa sí que nos remueve agradables recuerdos. Era una noble casona de anchas puertas con tejado saliente. Sus dueñas eran dos damas devotas, descendientes del Montecristo chileno, genio del desierto de Atacama, explorador y aventurero con fortuna. La familia Ossa. Las dueñas de dicha casa eran hermanas de don Macario, el Santo, y tías del marqués de Montemar.
Este marqués no era otro que Félix Ossa, autonominado don Félix de
Ossa y Vicuña, con el marquesado por añadidura. El juego, su amor a las joyas y el fanatismo religioso, me hacen creer que esta familia tuvo su origen remoto bajo la bandera verde del Islam. A veces el fanatismo católico es el fanatismo mahometano, el semita o judaico renovado. Hay perfiles y gustos que encarnan en Las Mil y Una Noches. Uno de los proceres Ossa construyó el palacio morisco de la calle Compañía.

Sus candelabros eran de plata, sus alfombras de Persia, y sus cortinas de brocato. Las señoras Ossa iban a la misa matinal con mantos de espumilla y ricos rosarios de nácar. Conservaban quiméricas joyas antiguas de suntuosidad oriental. Un sobrino, don Moisés Ossa, sordo y habilísimo, se consumió en el juego.

Solía llevar al Club Democracia, año 1908, dos esmeraldas, grandes como avellanas, las que pignoraba en la. fementida caja del señor Jilarrán, contratista del tapete verde. Don Moisés Ossa jugaba como ese noble clubman parisiense del que dijo su esposa que en vez de corazón tenía un naipe. Era un héroe de Dostoiewsky, un héroe de la pequeña historia santiaguina, a veces más interesante que la grande. Delgado, alto, con largo bigote negro en una cara flaca alumbrada por ojos calenturientos, es uno de los espectros de ese Santiago que se fue con sus landos de resortes,, sus trotones, sus victorias, sus bellezas a lo Romero de Torres, sus tongos de Launay y sus levitas de Pinaud.
Don Alejandro Lira corría con las propiedades de las excelentes señoras Ossa, y fue llamado, en 1925, por el entonces coronel Ibáñez del Campo, poseso ya de un fuerte deseo de poder, el que ordenó: "Venda
o haga demoler esa casa". La vieja casona de los espesos adobes y tejas fue vendida al son del úkase marcial, y en su lugar asomaron las estructuras férreas del nuevo edificio de espigón armado. Asistimos al
coctel festivo de la inauguración de la Light and Power, Luz y Poder, en su maravilloso despliegue de bombillas y de focos. La Compañía Chilena de Electricidad de Norte América quedó instalada donde antes reinara el dulce don Benito Camino.

No me asustan las evoluciones. Las creo indispensables, pero sin prisa y con estudio. ¡Cómo me agradaban las demoliciones en otros tiempos! Nací en Valparaíso, en un barrio circundado de escombros y de reconstrucciones.
Cerca de la Gran Avenida había un callejón de las Yerbas Buenas, en cuyos escombros los que pasaban solían dejar su tarjeta de visita en la forma de sus digestiones.
He sentido como pocos la alegría de ver demoler y variar. Todo este barrio de LA NACIÓN ha sido demolido y reconstruido en menos de treinta años. Actualmente están demoliendo dentro del restaurante
La Bahía.

—¿Vendrá menos gente?, pregunté al dueño.
—¡Ca! Viene más que antes. Les agrada el cambio, la polvareda y el bochinche. Durante la otra demolición en tiempos del señor Menéndez, hoy retirado, y que hizo la fortuna de la casa, el público se apretujaba
entre los andamies y el cascote, más feliz de comer y de beber en medio de una ruina que en un comedor de estilo. De noche cazábamos ratones, mejor dicho, pericotes, con carabinas.
—¿Dentro de La Bahía?
—Sí, señor. Cobrábamos veinte o treinta piezas por noche. Era un espectáculo.

El obrero chileno construye bien, pero demuele mejor.

Cuando demolían la parte saliente del edificio del Portal, entre Merced y Monjitas, un enorme letrero decía el nombre del ingeniero, y debajo: Constructor.
Pero, ¿es ésta una característica de los chilenos? Cuando Goethe visitaba las ruinas de Pompeya pronunció una frase con más enjundia que un tomo de filosofía. Dijo así: "Muchos desastres han afligido a la humanidad, pero ninguno ha proporcionado tanto placer a las generaciones sucesivas como la destrucción de Pompeya".

La pastelería de don Benito Camino estaba situada donde todavía se encuentra la tienda Los Gobelinos.
Mi recuerdo más remoto de dicha parte de Santiago data de 1900. Mi padre nos llevó una noche. Era un sitio eriazo en la parte del Teatro Real de ahora. Un empresario, de esos que traen liquidaciones de entretenimientos envejecidos en Buenos Aires, había instalado un "viaje a Tierra Santa en ferrocarril" y un cuarto que daba vueltas. Esto último era espantoso. El viaje a Tierra Santa consistía en tomar asiento en un vagón. Se escuchaba un pito de tren y comenzaba a pasar la decoración, lo cual daba la idea de movimiento y de viaje verdadero. El vagón era estremecido por unos individuos invisibles que tiraban de unas correas.

Lo mejor que hubo ahí fue la pastelería Camino, palacio de hadas del pastel, de la aloja y de los helados.
Descontando la pastelería Gasseaud, que después fue Trenit y ahora es Ramis Ciar, en Valparaíso, no he conocido una pastelería mejor que la de Camino en Chile. Tenía espejos y mesas de mármol. Los emparedados, o sandwichs, estaban hechos con unos panecillos, con jamón y una mantequilla que no he vuelto a probar. Se deshacían en la boca. No sé si sería el hambre la mejor salsa para todo. El hambre de los niños sanos es constante. Basta que vean algo de comer fuera de la casa, para que lo apetezcan.

En esos tiempos, creo que en 1902, alquilábamos bicicletas en la Alameda, en casa de Copetta. No se conocían los asesinos de niños, o camiones que matan y huyen. Esas excursiones, el calor y el pololeo, nos daban hambre y sed. Cuando no teníamos el dinero suficiente nos bastaba un mote con huesillos, en la esquina, junto al "paco asoleado".

Famosos eran los dulces de las Clarisas y de la Antonina Tapia, la auténtica, remojados con aloja; pero nada se comparaba con Camino, en el mediodía o en la noche, después de la ronda y el pololeo en la Plaza. He dicho que Santiago era para mí entonces la ciudad encantada, la obra maestra de la elegancia y de la opulencia.

Santiago era una ciudad afrancesada, con pasajes y portales, como la cité Bergere y el Rougemont que se comunican en París. Cerca de Camino estaban el Portal Toro, el Pasaje Matte, los Portales, y el Mac Clure, al otro lado de la Plaza. En la esquina del Portal vendían los cigarrillos Bastos, los Maryland, los Joutard especiales y los Caporal. Tenían una cabellera de oloroso tabaco y se fumaban solos, dejando una ceniza como nieve.
También había papel trigo y papel arroz para liar los pitillos. Frente al Casino del Portal vendía una cigarrera gordita con ojos enormes y pelo como alambre.
Se la llevó un español, se casó con ella, y treinta años más tarde la reconocí en un teatro de Barcelona. En la cigarrería de la esquina de la calle de Ahumada había un negrito de bronce con lengua de gas para
encender. Los fósforos eran gratis. Al otro lado del Portal tenía su asiento el cojo Zamorano, vendedor de diarios muy astuto y que hablaba ya de la "burguesería".

Después de la misa de doce, hermosas y honestas damas de manto pasaban de lo celestial a lo terreno. De la misa, a los pasteles. ¡Cómo devoraban! En sus casas las aguardaban los platos de rigor: cazuela, puchero, porotos, asado y postre.

Con el sol de septiembre en la cara, con sombrero de paja y zapatos bayos, veo a un niño que llega a la pastelería de Camino, risueño y bromista. Ha oído un cuento de Ramiro Vicuña. Espera que pase la novia.
Han dado las doce. Eduardo Nelson saca el reloj Waltham y dice: ¡Echó humo! El cañonazo sin bala retumbé y fue rebotando por las casas. Piden helados de damasco y comen de unos pasteles llamados cañoncitos. Las bocas se vuelven almíbar. Comen con los ojos, con las narices, con la lengua, con el paladar, con todo el organismo. Chantilly, cremas, helados, jamones, pavo a la gelée con galantina, eclairs au chocolat, tortas de manteca, merengues, bizcochuelos, chocolates, bombones fondants. La plaza es una lumbrarada. El cielo, azul. Un perro se ha dormido en medio de la calle.

Voltea la campana gorda de un templo. Es una campana solemne y a la vez soñolienta, lejana y siempre agradable para mí. Campana de mis quince años. Repique del corazón.

—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
La vereda se ha llenado. Cosquilla en las raíces del pelo. Ha pasado. A la una las calles se aquietan con enorme nostalgia. El último pregón se ha ido con una pereza infinita.

Don Benito Camino era uno de los directores del Banco Español. Por honrado perdió la mayor parte de su fortuna en la quiebra de dicho Banco. La pastelería se mudó, creo que en 1910, a Estado esquina de
Agustinas. Ya no era la misma.

Joaquín Edwards Bello.

N 0 B 428 C 0 E Jan 25, 2013 F Jan 25, 2013
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Establecimiento de fama mundial según este aviso

N 0 B 9.1K C 0 E Dec 6, 2015 F Dec 6, 2015
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Incendios y demoliciones producen alegría, menos a las víctimas directas, se entiende. Ahora van a demoler Los Gobelinos. Se trata del edificio en Ahumada esquina surponiente de Compañía.

Un diario dice: "La ciudad perderá un sitio de recuerdos para los antiguos vecinos". (El Mercurio, 22 de marzo de 1952). ¿Antiguos, ha dicho? ¡Pero si el edificio de Los Gobelinos es de ayer! No creo que tenga más de 28 años. Se le puede llamar viejo y con recuerdos solamente aquí, donde llaman ancianos a los hombres de cincuenta.

Más abajo el mismo Mercurio, dice: "Antiguo inmueble será demolido". Insisto: el inmueble no es antiguo. Es de hierro y cemento, asísmico e higiénico. A mí el inmueble en cuestión no me trae ningún recuerdo del
pasado romántico. Lo demuelen, no por viejo ni por defectuoso, sjno por imprevisión y por costumbre.

Cuando lo hicieron se equivocaron. No hubo plan regulador congruente.
Demolemos demasiado, sin considerar el gasto ni el trastorno, sino el negocio del momento. Para levantar edificios necesarios abunda el espacio en los arrabales.

La plaza Yungay sería el sitio ideal para un nuevo correo de estilo colonial, con amplio espacio para la repartición, en línea directa al ferrocarril, cuya estación debiera estar precisamente en la que ahora es Yungay. La actual estación Mapocho es un adefesio.

En vez de demolerla, como pedí desde este Cuarto Poder, le han agregado otro edificio, condenado a morir como todo el conjunto, cuando aparezca un Haussmann chileno.

El edificio que van a demoler en la Plaza de Armas, no es romántico ni antiguo. La casa que hubo antes en el mismo sitio con la pastelería Camino, ésa sí que nos remueve agradables recuerdos. Era una noble casona de anchas puertas con tejado saliente. Sus dueñas eran dos damas devotas, descendientes del Montecristo chileno, genio del desierto de Atacama, explorador y aventurero con fortuna. La familia Ossa. Las dueñas de dicha casa eran hermanas de don Macario, el Santo, y tías del marqués de Montemar.
Este marqués no era otro que Félix Ossa, autonominado don Félix de
Ossa y Vicuña, con el marquesado por añadidura. El juego, su amor a las joyas y el fanatismo religioso, me hacen creer que esta familia tuvo su origen remoto bajo la bandera verde del Islam. A veces el fanatismo católico es el fanatismo mahometano, el semita o judaico renovado. Hay perfiles y gustos que encarnan en Las Mil y Una Noches. Uno de los proceres Ossa construyó el palacio morisco de la calle Compañía.

Sus candelabros eran de plata, sus alfombras de Persia, y sus cortinas de brocato. Las señoras Ossa iban a la misa matinal con mantos de espumilla y ricos rosarios de nácar. Conservaban quiméricas joyas antiguas de suntuosidad oriental. Un sobrino, don Moisés Ossa, sordo y habilísimo, se consumió en el juego.

Solía llevar al Club Democracia, año 1908, dos esmeraldas, grandes como avellanas, las que pignoraba en la. fementida caja del señor Jilarrán, contratista del tapete verde. Don Moisés Ossa jugaba como ese noble clubman parisiense del que dijo su esposa que en vez de corazón tenía un naipe. Era un héroe de Dostoiewsky, un héroe de la pequeña historia santiaguina, a veces más interesante que la grande. Delgado, alto, con largo bigote negro en una cara flaca alumbrada por ojos calenturientos, es uno de los espectros de ese Santiago que se fue con sus landos de resortes,, sus trotones, sus victorias, sus bellezas a lo Romero de Torres, sus tongos de Launay y sus levitas de Pinaud.
Don Alejandro Lira corría con las propiedades de las excelentes señoras Ossa, y fue llamado, en 1925, por el entonces coronel Ibáñez del Campo, poseso ya de un fuerte deseo de poder, el que ordenó: "Venda
o haga demoler esa casa". La vieja casona de los espesos adobes y tejas fue vendida al son del úkase marcial, y en su lugar asomaron las estructuras férreas del nuevo edificio de espigón armado. Asistimos al
coctel festivo de la inauguración de la Light and Power, Luz y Poder, en su maravilloso despliegue de bombillas y de focos. La Compañía Chilena de Electricidad de Norte América quedó instalada donde antes reinara el dulce don Benito Camino.

No me asustan las evoluciones. Las creo indispensables, pero sin prisa y con estudio. ¡Cómo me agradaban las demoliciones en otros tiempos! Nací en Valparaíso, en un barrio circundado de escombros y de reconstrucciones.
Cerca de la Gran Avenida había un callejón de las Yerbas Buenas, en cuyos escombros los que pasaban solían dejar su tarjeta de visita en la forma de sus digestiones.
He sentido como pocos la alegría de ver demoler y variar. Todo este barrio de LA NACIÓN ha sido demolido y reconstruido en menos de treinta años. Actualmente están demoliendo dentro del restaurante
La Bahía.

—¿Vendrá menos gente?, pregunté al dueño.
—¡Ca! Viene más que antes. Les agrada el cambio, la polvareda y el bochinche. Durante la otra demolición en tiempos del señor Menéndez, hoy retirado, y que hizo la fortuna de la casa, el público se apretujaba
entre los andamies y el cascote, más feliz de comer y de beber en medio de una ruina que en un comedor de estilo. De noche cazábamos ratones, mejor dicho, pericotes, con carabinas.
—¿Dentro de La Bahía?
—Sí, señor. Cobrábamos veinte o treinta piezas por noche. Era un espectáculo.

El obrero chileno construye bien, pero demuele mejor.

Cuando demolían la parte saliente del edificio del Portal, entre Merced y Monjitas, un enorme letrero decía el nombre del ingeniero, y debajo: Constructor.
Pero, ¿es ésta una característica de los chilenos? Cuando Goethe visitaba las ruinas de Pompeya pronunció una frase con más enjundia que un tomo de filosofía. Dijo así: "Muchos desastres han afligido a la humanidad, pero ninguno ha proporcionado tanto placer a las generaciones sucesivas como la destrucción de Pompeya".

La pastelería de don Benito Camino estaba situada donde todavía se encuentra la tienda Los Gobelinos.
Mi recuerdo más remoto de dicha parte de Santiago data de 1900. Mi padre nos llevó una noche. Era un sitio eriazo en la parte del Teatro Real de ahora. Un empresario, de esos que traen liquidaciones de entretenimientos envejecidos en Buenos Aires, había instalado un "viaje a Tierra Santa en ferrocarril" y un cuarto que daba vueltas. Esto último era espantoso. El viaje a Tierra Santa consistía en tomar asiento en un vagón. Se escuchaba un pito de tren y comenzaba a pasar la decoración, lo cual daba la idea de movimiento y de viaje verdadero. El vagón era estremecido por unos individuos invisibles que tiraban de unas correas.

Lo mejor que hubo ahí fue la pastelería Camino, palacio de hadas del pastel, de la aloja y de los helados.
Descontando la pastelería Gasseaud, que después fue Trenit y ahora es Ramis Ciar, en Valparaíso, no he conocido una pastelería mejor que la de Camino en Chile. Tenía espejos y mesas de mármol. Los emparedados, o sandwichs, estaban hechos con unos panecillos, con jamón y una mantequilla que no he vuelto a probar. Se deshacían en la boca. No sé si sería el hambre la mejor salsa para todo. El hambre de los niños sanos es constante. Basta que vean algo de comer fuera de la casa, para que lo apetezcan.

En esos tiempos, creo que en 1902, alquilábamos bicicletas en la Alameda, en casa de Copetta. No se conocían los asesinos de niños, o camiones que matan y huyen. Esas excursiones, el calor y el pololeo, nos daban hambre y sed. Cuando no teníamos el dinero suficiente nos bastaba un mote con huesillos, en la esquina, junto al "paco asoleado".

Famosos eran los dulces de las Clarisas y de la Antonina Tapia, la auténtica, remojados con aloja; pero nada se comparaba con Camino, en el mediodía o en la noche, después de la ronda y el pololeo en la Plaza. He dicho que Santiago era para mí entonces la ciudad encantada, la obra maestra de la elegancia y de la opulencia.

Santiago era una ciudad afrancesada, con pasajes y portales, como la cité Bergere y el Rougemont que se comunican en París. Cerca de Camino estaban el Portal Toro, el Pasaje Matte, los Portales, y el Mac Clure, al otro lado de la Plaza. En la esquina del Portal vendían los cigarrillos Bastos, los Maryland, los Joutard especiales y los Caporal. Tenían una cabellera de oloroso tabaco y se fumaban solos, dejando una ceniza como nieve.
También había papel trigo y papel arroz para liar los pitillos. Frente al Casino del Portal vendía una cigarrera gordita con ojos enormes y pelo como alambre.
Se la llevó un español, se casó con ella, y treinta años más tarde la reconocí en un teatro de Barcelona. En la cigarrería de la esquina de la calle de Ahumada había un negrito de bronce con lengua de gas para
encender. Los fósforos eran gratis. Al otro lado del Portal tenía su asiento el cojo Zamorano, vendedor de diarios muy astuto y que hablaba ya de la "burguesería".

Después de la misa de doce, hermosas y honestas damas de manto pasaban de lo celestial a lo terreno. De la misa, a los pasteles. ¡Cómo devoraban! En sus casas las aguardaban los platos de rigor: cazuela, puchero, porotos, asado y postre.

Con el sol de septiembre en la cara, con sombrero de paja y zapatos bayos, veo a un niño que llega a la pastelería de Camino, risueño y bromista. Ha oído un cuento de Ramiro Vicuña. Espera que pase la novia.
Han dado las doce. Eduardo Nelson saca el reloj Waltham y dice: ¡Echó humo! El cañonazo sin bala retumbé y fue rebotando por las casas. Piden helados de damasco y comen de unos pasteles llamados cañoncitos. Las bocas se vuelven almíbar. Comen con los ojos, con las narices, con la lengua, con el paladar, con todo el organismo. Chantilly, cremas, helados, jamones, pavo a la gelée con galantina, eclairs au chocolat, tortas de manteca, merengues, bizcochuelos, chocolates, bombones fondants. La plaza es una lumbrarada. El cielo, azul. Un perro se ha dormido en medio de la calle.

Voltea la campana gorda de un templo. Es una campana solemne y a la vez soñolienta, lejana y siempre agradable para mí. Campana de mis quince años. Repique del corazón.

—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
La vereda se ha llenado. Cosquilla en las raíces del pelo. Ha pasado. A la una las calles se aquietan con enorme nostalgia. El último pregón se ha ido con una pereza infinita.

Don Benito Camino era uno de los directores del Banco Español. Por honrado perdió la mayor parte de su fortuna en la quiebra de dicho Banco. La pastelería se mudó, creo que en 1910, a Estado esquina de
Agustinas. Ya no era la misma.

Joaquín Edwards Bello.


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